Es el agosto de 1934. Los componentes de La Barraca, grupo teatral dirigido por Federico García Lorca, almuerzan en un restaurante de Palencia, en ocasión de la última gira veraniega de la compañía. A un cierto punto hace su entrada José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange Española en persona quien, en aquellos días, daba discursos en un país que se encaminaba hacia la guerra civil con paso a la vez inevitable y desesperado.

El hijo del dictador coge su bolígrafo y borrajea en una servilleta una pregunta para el poeta granadino. “Federico, ¿no crees que con tus monos azules y nuestras camisas azules se podría hacer una España mejor?”. Tras leer furtivamente la nota, el cantor de Fuente Vaqueros se guarda el papel en un bolsillo de su traje azul.

No se trata de la anécdota divertida de una novela de ciencia ficción, sino la descripción del primer encuentro entre el poeta y el líder falangista, según lo relata Jesús Cotta en el libro Rosas de plomo, galardonado con el I Premio de Biografía Histórica Stella Maris. “García Lorca y Primo de Rivera se nos muestran tan representativos de dos Españas irreconciliables que es comprensible que, no ya una amistad, sino un trato afable entre ambos resulte más inverosímil que una camaradería entre Churchill y Mussolini en un cabaret de Berlín mientras los alemanes bombardean Varsovia”.

Aunque parezca paradójico, Federico y José Antonio fueron cercanos y, aún más, amigos: esta es la tesis del profesor malagueño que, tras cinco años de investigación, ha rastreado minuciosamente todas las evidencias y dado a luz un copioso ensayo de cuatrocientas páginas que pretende demostrar que la relación entre el Poeta y el Caballero existió realmente, por mucho que la historiografía haya tratado de silenciarla una y más veces. “No fueron antípodas, sino dos seres libres, atípicos, dos revolucionarios patriotas y cristianos, dos personalidades afines y, al final de sus vidas, amigas”, revela Cotta.

De copas y a escondidas por la noche

En aquella Madrid de los años 30, hervidero de cultura y vanguardias, se trataron poco, pero se conocían y se apreciaban, pese a que perteneciesen a dos universos adversarios que los querían enemigos.

“Cuando José Antonio, enigmático y para sorpresa de sus camaradas, afirmaba que Federico era el poeta de la Falange, no lo estaba declarando falangista in pectore, sino afirmándose a sí mismo y a su Falange lorquianos”, continúa Cotta quien afirma que la razón por la cual siempre se mantuvo oculta esta amistad fue el pánico espantoso que tenía Lorca a que le vieran con el símbolo de la Falange. Un pavor irremediable que, no obstante, no le impedía salir “de copas y a escondidas por la noche” con Primo de Rivera, tal como el propio poeta le confesó a su amigo Gabriel Celaya. “¿Sabes que todos los viernes ceno con él? Solemos salir juntos en un taxi con las cortinillas bajadas, porque ni a él le conviene que le vean conmigo, ni a mí que me vean con él”.

Una amistad entre “dos jóvenes guapos y románticos” que también en la agonía fueron cercanos, señala el autor que no por casualidad ha elegido el subtítulo Amistad y muerte de Federico y José Antonio. Porque la ejecución de los dos, necesaria, prematura y bárbara, es la otra gran protagonista de Rosas de plomo. “Vivos, habría pesado en ambas ideologías lo que no tenían en común con ellas. Pero muertos ¡qué fácil era hacerlos suyos!”. Sin embargo, Federico ya lo percibía. No dudaba. Inquieto pero algo clarividente, le repetía a su amigo Felipe Ximénez de Sandoval en ocasión de su último encuentro el 30 de junio de 1936: “Ya lo verás cómo me matan, antes que a ti y que a José Antonio”.