Hay muy pocas palabras que puedan expresar lo que se siente al ver los cuadros de Vicente Romero Redondo. Y a la vez hay muchísimas, todas ellas para ensalzarlo. Y es que uno, cuando descubre a este pintor, se queda con la boca abierta y con ganas de más. Su pintura engancha y nuestros ojos se contagian de la belleza y la tranquilidad que transmiten sus obras. 

Nacido en 1956 en Girona, poco después su familia se traslada a Madrid y posteriormente, desde el año 1987, él se afincará en la Costa Brava. Estudió en la Facultad de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, donde acabó en el año 1982. Su formación fue en la pintura al óleo, pero con el paso del tiempo se ha ido decantando más hacia la técnica del pastel, que es la que ha otorgado a sus cuadros la delicadeza que los caracteriza. El pastel y el emplazamiento en el que vive, ya que la Costa Brava ofrece un entorno idílico para representar la belleza en todo su esplendor. 

Mujeres y niñas son el grueso de los temas de los que se ocupa. Mujeres vestidas, desnudas o semidesnudas continuamente en actitud relajada, leyendo, peinándose o en pose contemplativa. Incluso, cuando muestra a chiquillas en disposición de alguna actividad que sugiere más cansancio, tipo bailarinas, las muestra en reposo, tal vez en un momento de descanso. De vez en cuando también se introduce en la escena un bebé, que la mujer en cuestión amamanta, deja ya en la cama cuidadosamente, o al que se dedica a besar con ternura.

Pero la clara protagonista de sus obras no es ninguna de estas personas, sino la luz que las envuelve, la luz del Mediterráneo.

Luz de la mañana que baña el mar, el campo, el río, las estancias de los hogares y todo cuanto toca y Vicente captura en el espacio del lienzo; es de un blanco que resplandece. que brilla y que serena el alma. Los tonos de la ropa, siempre de este color, o rosas claros, acompañan a la belleza del conjunto. Es imposible no sentirse atraído por esos retratos tan coloristas que nos transportan a través de pinceladas a los lugares en los que las mujeres descansan. Son tan bellos y tan delicados, que pese a que los momentos parecen íntimos, no nos sentimos voyeurs de algo que no debamos ver, sino que parecen tratarse de una invitación a compartir con ellas el tiempo que estas mujeres están disfrutando. Y claro, no tenemos más remedio que fundirnos en los paisajes que habitan.