Como se compartió en su momento en numerosos medios, El diccionario de Oxford definió “post-thruth” como aquel término que “en relación con, o que denota circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los que apelan a la emoción y la creencia personal”, y la eligió como la palabra del año 2016, aunque su origen y utilización tiene más de una década. No es casualidad que este término fuera elegido como tal entre los responsables de este recurso de referencia lexicográfica, ni tampoco que esto sucediera el año en que Donald Trump ganara las elecciones estadounidenses, ni coincidencia que compartiera espacio con el Brexit.

La Posverdad, como lo entendemos en español, apela a un plano sentimental más relacionado con la percepción e interpretación que con la objetividad de los hechos. Por tanto, no es un medio camino entre la verdad y la mentira, sino que es una mentira disfrazada de verdad. Abriendo así el debate de la validación mediática de información no contrastada.

Como dijo Daniel Boorstin “Truth has been displaced by believability”.

Vivimos en la era de la tecnología, de las redes sociales, del plano virtual. Tenemos tanta información a nuestro alcance que aunque nos dedicásemos a leer durante toda nuestra vida, seguiríamos siendo unos auténticos ignorantes. Vivimos rápido, cada mañana te encuentras noticias nuevas, en varios formatos (tanto digital como offline), mayoritariamente gratuitas, a las que les atribuyes credibilidad por el mero hecho de la publicación.

Con esta velocidad informativa, ¿crees de verdad que todo lo que te encuentras está debidamente contrastado y procede de fuentes fiables? La respuesta es no. Lo peor es dejarse engañar a sabiendas. Y es que no es cuestión ya de mentir, sino de crear una realidad paralela de carácter virtual que destierre a la veracidad histórica y a los sucesos reales, corrompiendo de esta manera la conciencia y la opinión de cada persona.

La posverdad es el arma del populismo en términos políticos e ideológicos, del paso de la democracia constitucional a la democracia plebiscitaria. Pero afecta a todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. Se trata en basar nuestra opinión y decisiones en información ajena y falsa que sienta sus cimientos en la manipulación y la creencia.

Hablamos de que ya no importa que una noticia o un artículo sean veraces, sino que aparenten serlo.

La exponencial creación continua de contenido, la velocidad del avance, las redes y el cambio en general no son los culpables, sino la adaptación de los mismos a las herramientas que dejan a nuestro alcance. Esto es, la culpa es de la concepción de una sociedad acrítica, aceptar por verdad lo que es mentira, porque es más fácil. Acomodarse en un “periodismo de espera” como lo define Iñaki Gabilondo.

Por lo tanto, frente a esta oleada tecnológica y el exponencial crecimiento del volumen de información a nuestro alcance, resulta imprescindible que se despierten las miradas críticas. Despertar la empatía intelectual, afrontando los prejuicios y estereotipos personales y sociales, sin olvidarnos de la autonomía intelectual.

De manera que no leemos, escuchamos y seguimos a personas cuyas opiniones compartimos y respetamos a ciegas. Sino conocer diferentes formas de ver la misma realidad. Poniendo en duda en primer lugar los pensamientos propios para después complementarlos con los ajenos. Diferenciando claramente entre los hechos, las opiniones y las interpretaciones. Para así, fomentar una ciudadanía democrática entendida en términos de que sus ciudadanos son reflexivos, críticos y libres.