En los peores momentos, los líderes apaciguan, no solo las dudas, sino también y sobre todo las amenazas. Principalmente, las internas. El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, asumió el reto de levantar a un partido moralmente hundido, sin poder, sin norte ideológico y sin aliento. Lo ha empezado a hacer, aun sin traducción en recuperación de votos fugados. La debacle electoral del pasado 28 de abril va a requerir de mayor firmeza para completar su misión.

Resultados tan adversos son favorables a todo tipo de especulación, de duda y de linchamiento.

Quizá sea más sencillo no ver (o no querer ver) los motivos por los que el PP ha perdido casi seis millones y medio de votos y 120 escaños (toda la representación actual del PSOE) en solo siete años y medio. Quizá lo fácil sea asumir que fue el enemigo externo de la crisis el que provocó la renuncia (abierta) al modelo económico liberal y que la falta de consenso o de relevancia social provocó asumir, entre otras, la ley del aborto y la Ley de Memoria Histórica, ambas de Zapatero. Quizá lo fácil sea creer que la corrupción era cosa de unos pocos. Y que el victimismo paliaba cualquier intento de descrédito. Quizá sea fácil reinterpretarlo porque durante un tiempo funcionó.

Crisis de identidad en el Partido Popular

Quizá lo fácil sea pensar hoy que el votante ha sido el culpable de fragmentar el voto de centro-derecha y que Pedro Sánchez gane y pueda gobernar si consigue apoyos. Con Ciudadanos, con mayor comodidad. Hoy el partido de Albert Rivera ha dicho sí y no a negociar con el PSOE. Sin rubor.

La última versión ha sido sí.

Si algo queda claro es que el votante popular traicionado ha consumado su venganza. Porque durante años votó hasta con la nariz tapada y las mismas veces se sintió estafado. Los indignados no solo estaban en Sol. También estaban en casa, esperando a otros partidos de los que valerse para decir no al PP.

Con todo el derecho y todo el motivo.

La llegada de Pablo Casado a la presidencia del PP generó ilusión y recelo por igual entre el electorado. Porque la ilusión que él despertó se vio contrarrestada con la permanencia de otros cargos que no generan precisamente ilusión entre los desencantados. La falta de homogeneidad en la política y en el discurso en todos los niveles ha sido letal.

El PP solo va a resurgir con la fuerza que necesita si consolida su renovación ideológica y responde con credibilidad a las expectativas y demandas de sus votantes. El programa político de Casado responde a la esencia, pero su liderazgo debe apuntalarse para que la esencia no siga sufriendo fugas. Y, para ello, no puede contar con voces internas que contradigan, no la pauta del presidente, sino los principios fundacionales del partido.

Tampoco puede contar con miembros en sus listas a los que los electores no vean dignos de defender las siglas y, por tanto, indignos de recibir su voto. Ha pasado. Y ha sido tan profunda la crisis de identidad de estas siglas que hasta lo más evidente merece aclaración.

Cambiar todo lo necesario

Casado irrumpió en julio con la fuerza de la fe en la grandeza de un partido que podía reflotar si alejaba los nubarrones grises del horizonte ideológico. Pero el votante no estaba dispuesto a volver a creer gratis. No estaba dispuesto a regresar si no creía en las personas. La (re)conciliación interna post-primarias provocó que la renovación fuese más lenta de lo que esperaba el votante expectante. Y otras designaciones nuevas no han generado la aceptación soñada.

Insiste el secretario general de los populares, Teodoro García Egea, que “el PP necesita tiempo”. Ya lo tiene. Cuatro años para cambiar todo lo necesario y solo lo necesario. No habrá más prórrogas. El liderazgo de la oposición es la única gran baza que Pablo Casado ha logrado retener. Su voz, ante quienes van a compartir tribuna, focos y parte del mensaje. El presente más adverso y más convulso es la prueba de que la auténtica política no puede morir nunca.