Hay una duda que me ronda la cabeza desde hace dos semanas. El 1 de octubre del 2017 la Policía Nacional española y la Guardia Civil tenían la obligación, según lo dispuso el Gobierno español, de impedir con el uso de la fuerza la celebración de un referéndum que aspiraba legitimar –por ilegítimo que fuera, como lo sancionó el Tribunal Constitucional de España– una posible declaración unilateral de independencia de la comunidad autonómica de Cataluña. Ese domingo dicha tarea encomendada a las fuerzas de seguridad pública comenzó a desarrollarse temprano en la mañana, pero al mediodía dos cosas eran evidentes en las calles de Barcelona: una, que ni a la Policía Nacional ni a la Guardia Civil se las veía ya recorrer las calles intentando clausurar los colegios de votación dispuestos por la Generalitat, y dos, que la gente seguía votando sin mayor problema.
Quiere decir que esa tarea no se cumplió. Ni siquiera llegó a la mitad de la jornada; menos del 50%. Puede que esto fuera porque, o el Gobierno creyó que se había desarticulado la columna vertebral de la infraestructura creada para la celebración del plebiscito, o porque los efectivos de la fuerza pública sencillamente no fueron suficientes para clausurar la totalidad de los más de 2,300 colegios en toda Cataluña, mucho menos para contener la masa de votantes. Pero esa no es la duda que me acosa, las razones de esto oscilarán por siempre entre la versión del Gobierno y la de la Generalitat. Lo que yo no entiendo es el porqué del uso de la fuerza –y una clase muy particular de fuerza– que se puso en marcha en las primeras horas de ese domingo.
Mi postura
A mí no me compete, en lo civil, tener una posición respecto al conflicto político entre España y Cataluña. Eso es un asunto a resolver entre los españoles, y en mayor medida, entre los catalanes. Pero como ser humano, sí me incumbe tener una postura cuando veo cómo le rompen la cabeza con una porra a otro ser humano.
Si para el medio día de ese domingo, incluso antes, el accionar de la fuerza pública ya había terminado, aún cuando la gente continuaba y continuaría votando –esa tarde yo mismo me pasé tres horas viendo cómo casi doscientas personas se agolpaban frente al instituto Poeta Maragall, entre quienes querían votar y los que celebraban a viva voz que ya lo habían hecho–, ¿por qué entonces el tipo de violencia que se efectuó esa mañana?
Si ese domingo no se iban a cerrar ni de lejos la mayoría de los colegios de votación por medio de la fuerza, ¿por qué la porra en la cabeza, la sangre en la calle? No quisiera creer que todo aquello fue una mera manifestación de violencia ensañada y gratuita, tanto por su indiscriminación y colectivización, como por quienes lo perpetraron y en nombre de quién o de qué; aunque ya son bien conocidos los caminos de la autoridad, sea esta cual sea. Pero resultaría mucho peor creer justamente lo contrario, que los golpes y empujones no fueron porque sí, que había una sistematicidad en ello, cuyo objetivo estaba lejos de simplemente evitar que la gente votase, pues ya no sólo estaríamos hablando de autoridad sino de autoritarismo.
Hay que tener en cuenta que, según el Gobierno, lo que se hizo se hizo para salvaguardar la ley, y España es un país que conoce demasiado bien –al parecer– lo que significa que la reprensión por la fuerza sea una herramienta amparada por las instituciones del Estado.
Digamos entonces que los actos violentos del 1 de octubre fueron fruto de la espontaneidad, de una súbita liberación de energía. Esta liberación es natural y se manifiesta de muchas otras maneras. Una de ellas es la masturbación. Ni procrea ni afianza los lazos físicos entre dos o más individuos. Existe para satisfacer a una sola y única persona, y si se practica o no el mundo continúa su curso sin darse por aludido. Ahora bien, hay diversas herramientas para estimular la masturbación, y sin lugar a dudas una de las más eficaces es la pornografía.
El Salón Erótico de Barcelona (SEB) lleva ya veinticinco años ofreciendo la oportunidad a un público bastante plural, llegado de todas partes de España y del mundo, de tener una experiencia un poco más cercana con la pornografía. Habrá quien se masturbe en los baños del Pabellón Olímpico de la Vall d’Hebrón durante el evento, pero la mayoría del público opta por la posibilidad –muy democrática– de tomarse una cerveza y ver uno que otro polvo en vivo, en ocasiones a tan solo centímetros de uno, lo que bien podría equipararse a practicar la masturbación; la eyaculación al apreciar el espectáculo ya es un asunto de cada quien. Teniendo en cuenta lo anterior, surge un dilema que me parece pertinente.
Si de lo que se trataba era de liberar energía el 1 de octubre, ¿no era mejor hacerse una paja que aporrear a la gente?
Y es pertinente porque de la celebración del referéndum a la celebración del SEB (que se llevó a cabo del 5 al 8) tan solo distaban cuatro días. Si la Generalitat hubiera tomado la decisión de llevar a cabo el referéndum secesionista una semana después, seguramente cientos de personas se habrían librado de una golpiza –un ciudadano español conservaría aún sus dos ojos– y miles de efectivos de la fuerza pública española del escarnio mundial, especialmente el europeo que es el que más le concierne. Las medidas de fuerza no habrían ido más allá del cierre de los colegios de votación por medio de la coerción no-violenta y del diálogo, como ha sucedido en tantas otras aglomeraciones en la Europa del siglo XXI, y la violencia no habría dejado una herida que se prefigura indeleble entre personas que comparten mucho más que un pasaporte.
Pero ni la Generalitat postergó el 1 de octubre, ni el Gobierno impidió que la gente acudiera a votar, y los golpes, puñetazos, pedradas, banderazos por la unidad de España, gratuitos o no, se hacen cada vez más frecuentes.