No importa si eres de derechas o de izquierdas, si viviste la guerra civil o si naciste con un Iphone bajo el brazo, tampoco si eres creyente o si nunca has pisado una iglesia; lo que realmente te define como persona es como trates a los demás y a tu entorno.
Hasta no hace tanto, España no se podía llamar a si mismo un país avanzado. Nuestra transición a la democracia supuso una modernización a toda prisa intentando adaptarnos a nuestro entorno, y en ese camino, partes de nuestra sociedad, junto con determinadas mentalidades y actitudes, se quedaron ancladas en el pasado.
Si hoy en día tuviésemos un espejo para mirar a nuestro país, nos daríamos cuenta de que faltan reflejos para conseguir una imagen cercana a la realidad. Si Antonio Machado levantara la cabeza, vería un país muy diferente al que dejó, excepto por una cosa; las dos Españas siguen existiendo.
Durante este tiempo hemos aprendido a tolerarnos, los debates ya no terminan en las calles sino en los platós de televisión y podemos considerarnos a nosotros mismos, incluso con nuestras diferencias, una sociedad cohesionada con unos objetivos comunes.
Es decir, hemos aprendido a tratarnos mutuamente, y sin embargo, en este proceso aún no hemos aprendido que esta tierra no nos pertenece exclusivamente a nosotros españoles, sino a todo ser vivo que la habita, y que nuestras acciones tienen repercusiones, sobre ellos y sobre nosotros mismos.
La tauromaquia, la caza ilegal, la contaminación, la construcción masiva o la deforestación, son una parte intrínseca de nuestra sociedad, la misma sociedad que ostenta el record mundial de donaciones de órganos o de tolerancia al colectivo LGTBI. ¿Cómo puede ser entonces, que hayamos avanzado tanto en ciertos aspectos y que en otros nos hayamos quedado tan atrás?
Si tuviésemos que apuntar a un culpable, que no sean las ideologías. Tal vez deberíamos de valorar el hecho de que durante todas estas décadas hemos legislado mirándonos al ombligo, una sociedad con tal necesidad de cambio que se enfocó en solucionar los problemas de las personas incluso a costa de su entorno.
Y ahora nuestro entorno nos está devolviendo el favor, todos los veranos aparecen calcinadas miles de hectareas a nuestro alrededor, la mayoría de las veces intencionadamente, pero se nos olvida en cuanto llega el otoño, hasta el año siguiente, cuando volvemos a preocuparnos.
Las mismas zonas abrasadas experimentan año tras año como sus embalses cada vez tienen menos agua (mientras escribo este artículo, los niveles en Galicia marcan menos del 25% de su capacidad en pleno enero) y en esos bosques abrasados siguen apareciendo lobos y muchos más animales, incluso protegidos, víctimas de la caza ilegal.
Por otro lado, nos quejamos de la contaminación de las grandes ciudades, pero cuando hay que tomar medidas, también nos preocupa que nos puedan complicar un poco la vida.
Y ya no hablemos de la tauromaquia, uno de nuestros mayores bienes de interés cultural que nos deja, apenas, alrededor de 70.000 animales muertos cada año.
¿Pero qué más da todo esto si a la hora de la verdad, no hay apenas nadie que les ponga voz donde realmente importa, en el congreso?
Todos conocemos a estas alturas que si no fuera por la ley electoral existente actualmente, la ley d'hont, muchos partidos, incluido PACMA, podrían estar ahora mismo dando voz a muchos que jamás la han tenido.
No pretendo hacer publicidad electoral de ningún partido, si no poner sobre la mesa la necesidad de nos tratemos a nosotros mismos y a nuestro entorno como iguales pero al final, sólo la sociedad civil tiene el poder de hacerse escuchar por encima de leyes injustas y escaños vacíos.