Después del éxito como directora con talento de su hija Sofia Coppola, al ver que no tenía ningún futuro como actriz, y el reciente debut de Gia, su nieta, en la misma tarea, Eleanor coppola, siempre a la sombra de su marido, a sus 80 años ha debutado como directora. Y lo ha hecho con una curiosa y modesta película, “París puede esperar”, escrita y producida por ella misma, aunque en esto último le ha ayudado su marido Francis Ford. El argumento es sencillo: la esposa de un productor de Cine es llevada por carretera desde Cannes a París por un socio francés de él, y durante el viaje, que al final durará dos días, conocerá ella muchas cosas de la gastronomía y artesanía de la Francia profunda.
Cotidianeidad y argumento minimalista
Lo que sorprende de la película es su falta de pretensiones elevadas, la sencillez casi minimalista del argumento, por lo que apenas pasan cosas que Hollywood impondría por la fuerza, y prescindiendo de ciertos tópicos que la Meca del Cine también ansía. Uno de ellos es que ambos protagonistas se líen entre ellos a los pocos kilómetros de viaje. Nada de eso pasa… aunque Eleanor nos reserva alguna sorpresa final.
La fotografía se recrea en los preciosos paisajes franceses rurales, desde Cannes y Lyon llegando a Paris, aunque la capital sólo aparece al final, y de noche. A todo ello le da la novel directora un tono cotidiano, como se hace en el cine europeo, y con dos actores sobre todo.
Diane Lane y Arnaud Viard son los protagonistas. Alec Baldwin tiene un papel secundario al principio y nada más.
Como en “Antes del amanecer”, ambos se irán confesando cosas propias e incluso algún doloroso secreto personal a medida que se van conociendo, entre comida y comida, entre visita y visita, como la trágica muerte de parientes próximos en ambos casos.
La trama progresará según los lugares que atraviesen y algunos hoteles, aparte la carretera. Apenas hay conflictos, como cuando el coche de él se estropea y tienen que alquilar uno.
Mano femenina en la elaboración de la trama
Todo esto muestra la diferencia de cuando una mujer es directora: si esta película la hubiera dirigido un hombre, ellos se habrían liado a los diez minutos de viaje y habría habido más escenas de cama que en “La vida de Adèle”.
Las mujeres suelen fijarse más en lo que muchos hombres ignoran, ya que si les sacas del sexo por que sí, no saben más. Luego, se da más importancia a la conversación culta, sin caer en la pedantería de Jean-Luc Godard, pero tampoco en la banalidad de Hollywood.
Un hándicap que tiene es lo que he contado, su pretensión de cotidianeidad, que casi nos hace recordar a otras grandes directoras, sobre todo francesas, como Agnès Jaoui, que saben contar historias cotidianas y cultas sin que ninguna de ambas facetas pisotee a la otra, y con más gancho. Eleanor le acaba dando a todo una pátina de telefilme que hace que olvidemos lo que hemos visto en pocos días. Pero salvamos su profesionalidad, que esperamos que repita en otras películas, o que pida asesoramiento a su hija Sofia, que sabe darle gancho a sus historias, y que también es mujer.
Por último, está el choque cultural entre Francia y Estados Unidos. Se sale de los tópicos habituales en cierto punto, y acierta al elegir actores franceses para encarnar franceses, no se recurre a actores anglosajones como Kevin Kline en “French Kiss”, y resulta más creíble. Tampoco recurre a utilizar actores jóvenes obsesivamente, sino actores maduritos, más próximos a Eleanor en pensamiento.