Lo Vigalondiano toma forma, Nacho parece encontrar un camino a desarrollar a través de la exageración y la fábula. El film utiliza una metáfora enorme y un símbolo repleto de cinefilia, el monstruo o kaiju japonés que surge de las profundidades marinas, versus profundidad de la persona, las oscuridades que llevamos dentro, el mal. Todo empieza con la envidia o los celos, o no sé qué estado de malformación mental de un chico –porque tampoco podemos hablar de que esto sea hombre contra mujeres- que no le agrada el trabajo de su compañera en primaria, a partir de ahí, todo un mundo.
Dos personas en crisis se encuentran después de muchos años. Ella (Anne Hataway), periodista, se separa de su chico y no le va bien en NY, vuelve a sus orígenes para encontrarse. Ella tiene problemas con la bebida, al igual que él, su compañero y amigo de toda la vida (Dan Stevens). Y son estos dos los que no cristalizan algo, que se supone era amor... La película puede tener ciertos espacios confusos, pero, lo que realmente me ha interesado es la forma de hilar distintos géneros y espacios cinematográficos en uno. Con mucha valentía Nacho Vigalondo ha metido en un mismo saco recursos que podían asustar y rayar al más pintado. Entrar desde la realidad ficcionada de una película con sello americano y pasarlo por el tamiz de las series b japonesas, es de un riesgo admirable para contar un cuento realmente viejo pero siempre actual, la valía de cada uno –aunque te pierdas en crisis largas o cortas- y en esta ocasión la mujer y su espacio como símbolo. Quizás el personaje de Dan Stevens se ve desencajado pero la apuesta de la película es siempre arriesgada y eso es Cine, jugar y saltar muros.