El duelo por las personas que ya no están con nosotros es algo que todo ser humano va a pasar alguna vez en su vida. Psicólogos y antropólogos señalan la necesidad de despedirse del difunto como él hubiese querido, una ceremonia en su honor junto a los seres amados, compartiendo el dolor para aliviar su pérdida y llevar el luto lo mejor que se pueda.

Pero el caos desatado por un enemigo “invisible” e inmisericorde, que no va de cara, impide, por el bien de aquellos que le sobreviven, hacerle los ritos de despedida necesarios, sea cual sea la creencia de cada uno.

No pudieron estar a su lado y cogerle la mano antes de su partida; dejando, por obligación, este caritativo deber a los profesionales, impotentes por no poder salvarlos a todos. El látex, apretando la carne es lo último que muchos han vivido.

Decir adiós a los fallecidos es lo único que piden sus familias

Y para colmo de la tragedia, muchas familias no saben siquiera a dónde se han llevado a sus seres queridos. ¿Es de recibo que alguien tenga que rogar por saber dónde está la persona amada y poder decirle adiós? ¿Quién les dará consuelo a estas familias ante semejante incertidumbre?

Pero la desgracia no acaba aquí. Las funerarias, las empresas del barquero Caronte, están desbordadas. El bote se hunde bajo el peso de tantos muertos a los que la epidemia ha quitado la vida.

Tan solo en Madrid, los fallecidos en un día son los que habría en un mes de un año normal. La cama de pino ha sido sustituida por camiones refrigerados, que trasladan a todas esas personas a morgues improvisadas (como el Palacio de Hielo y la Ciudad de la Justicia en Madrid), no a camposanto, donde son apiladas a la espera de la incineración.

Soledad en la enfermedad, en la muerte y en el entierro, si es que lo hay.

Las herramientas que permiten evadirnos de una trágica realidad

En esta terrible epidemia, la música de réquiem ha sido sustituida por el canto, que presagia muerte, de las sirenas de ambulancia. Esa cacofonía, que hace un mes era irritante, se ha convertido en el grito desesperado de alguien, que llena de pavor a muchos que jamás conocerán a su dueño.

Esa ambulancia que viaja con destino incierto solo nos provoca un pensamiento de “por favor, que mi gente esté bien”.

Dentro del drama que nos rodea, encerrados en nuestras casas (que ya casi parecen prisiones), un pequeño respiro se hace vital para no ahogarnos nosotros también en el mar de dolor y angustia de esas víctimas y sus familiares. Netflix, Youtube, deporte, libros, música, dormir, lo que sea que nos permita evadirnos de esta realidad que poco a poco se hace cada vez más insoportable.

La serie 'Diarios de cuarentena' es una clara muestra de falta de empatía con las víctimas del coronavirus

Y con todo esto ocurriendo a nuestro alrededor, no se puede entender ni tolerar que se emita una serie “cómica” sobre el confinamiento en una cadena pública (RTVE), pagada tanto por los desconsolados como por los atemorizados ciudadanos.

A lo mejor es que no saben que los “Diarios de cuarentena” (el nombre de la susodicha serie) para muchos son diarios escritos con lagrimas y sangre. No señores de lo indefendible, no se critica a la serie porque la protagonice Carlos Bardem, sino por que es un ejemplo de frivolidad inhumana ante el sufrimiento de mucha gente. Si alguien se preguntaba dónde estaban los límites del humor aquí puede encontrarlos (si es que a esto se le puede considerar humor).

Sin embargo, dentro de lo que es esta serie (y el malgastar 15 millones en televisiones privadas con ganancias multimillonarias, por supuesto, también pagadas por nosotros), hay buenos samaritanos que, a través de ingenio y humanidad, están llevando a cabo proyectos con los que, gracias a plataformas de videollamadas, les dan la oportunidad a los enfermos y a las familias de estos estar en contacto, aunque solo sea a través de una pantalla. Claro que no sustituye el poder estar al lado del enfermo, pero verle, por lo menos verle, es algo por lo que muchos hubieran pagado lo que sea.