Joaquín Ferreira descubrió relativamente tarde –a los 26 años- su pasión por la actuación, pero su vida, más que la de un chico promedio, parece una interminable película en la que ha interpretado todo tipo de personajes, desde un enfant terrible (destrozaba autos, vivía alocadamente) estudiante de cuatro carreras distintas, prefecto de una secundaria, jugador profesional de Rugby, diseñador gráfico, ejecutivo de una empresa multinacional, dueño de un restaurant de sushi y viajero incansable. Y ahora es famoso gracias a su papel en la serie Club de Cuervos

“A los 19 años decido demostrar y demostrarme a mí, a mi familia, y a mi grupo de amigos, que no estaba tan loco… comencé a hacer todo lo que ‘supuestamente’ tenía que hacer y hacerlo lo mejor posible”, detalla.

Cuando comenzó a trabajar, su rutina empezaba a las 5:00 de la mañana y terminaba cerca de la media noche, entre el trabajo, el gimnasio, los entrenamientos de Rugby y la vuelta a casa con su novia.

“Era muchísimo esfuerzo, pero eso hizo que creciera mucho en mi trabajo y en mi vida personal, y que en muy poco tiempo cambiar el punto de vista que tenía mi gente de mí, el punto de vista que tenía de mí mismo”, recuerda Joaquín.

“Un día me di cuenta de que todo eso era cumplir con las expectativas de los demás, entonces un día decidí – un jueves- venirme a México; el viernes hablé con mi jefe, renuncié al trabajo, hablé con mis padres y el lunes puse en venta todas mis cosas”, cuenta.

A su padre le dijo que pasaría a México antes de ir a Nueva York para triunfar como Diseñador Gráfico; aterrizó en Playa del Carmen, en donde tuvo su primer encuentro con lo que, dice, ahora es su pasión.

Y para perseguirla decidió emigrar a la Ciudad de México donde se ganó la oportunidad que lo ha hecho famoso en México, su papel en la serie Club de Cuervos, de Netflix.

“Llegué el 1 de agosto, hace tres años y medio, y aquí empecé a sufrir otro proceso, que fue el de encontrarme realmente a mí mismo; encontré un Joaquín mucho más amoroso, un Joaquín que quiere estar en contacto con lo natural, con lo real, mucho más cerca de lo artístico.

Ahorita estoy mucho más cerca de eso y elijo, a cada minuto, hacer lo que realmente me gusta, que es actuar, pintar y vivir”, dice.

Hoy, su nueva aventura profesional va viento en popa. Asegura que no le hace muy feliz andar de fiesta en fiesta (de unos meses para acá es invitado imperdible en los eventos de la industria), que nunca ha soñado con ganarse un premio Oscar, que actúa porque le apasiona y que en realidad le gustaría vivir en una isla –en medio de la naturaleza- con su mujer y sus hijos (los cuales aún no están en escena).

Y es que Joaquín Ferreira es un chico de familia. Su padre, Gervasio Ferreire, arquitecto y artista plástico -y a quien dio varios dolores de cabeza con sus locuras de adolescente- ha sido una gran influencia en su vida y quien aprendió el gusto por la pintura.

Aunque pinta “desde que tengo uso de razón”, hasta hace poco decidió “dedicarse de lleno a su arte en México”. A finales de noviembre presentó su primera exposición pictórica en la ciudad.

También, en México ha vivido la pasión y el amor, primero, en una relación “tormentosa” y después con una mujer a la que ya conocía, Margot Corvalán, una guapa modelo y nutricionista para quien sólo tiene halagos y palabras de cariño, pero con quien decidió terminar la relación.

¿Y la actuación? Ahora filma la película Canned Peaches, en República Dominicana, y en mayo continuará con el proyecto de Netflix. Joaquín Ferreira, quien también en México descubrió la pasión por el motociclismo y ha recorrido casi todo el país en motocicleta, está disfrutando su nueva vida.

Su cara se ilumina cuando, esbozando una gran sonrisa, habla del momento de gozo, descubrimiento y emoción que atraviesa: “Lo disfruto como niño. Soy un niño grande”.