Desde siempre, se ha oído decir que el limbo es ese lugar donde van las almas que no habían sido bendecidas por las sacramentales aguas del bautismo. Según la doctrina católica, es ahí donde las almas sin bautizar encuentran su eterno descanso. Más tarde y siguiendo la lógica evolución que la lengua experimenta constantemente, el término saltó del puramente aspecto denotativo al subjetivo lado connotativo, convirtiéndose en el punto de encuentro de todos aquellos despistados que andan pensativos y confusos.

Más solitarios que nunca

Las nuevas tecnologías parecen tener mucha culpa en esto.

Los nuevos aparatos de teléfono y demás artilugios con sus increíbles aplicaciones y funciones atrapan y absorben la atención de cualquiera, independientemente de edad, religión, filosofía o sexo, provocándoles una reclusión sobre sí mismos que tan solo provoca el alejamiento entre nosotros.

Cuando la soledad se hace constante

Se repite como una letanía, constantemente que nadie se da cuenta de lo que tiene hasta que un día, de golpe, lo pierde. A veces se reniega de la rutina, del vecino escandaloso que vive al lado, del amigo que siempre insiste en tomar la última copa y después hay que acompañarlo a su casa o de los niños gritando y saltando por el salón y que nos impiden descansar un rato tranquilos.

Todas estas nimiedades cobran un valor extraordinario cuando sin más, desaparecen y las horas vacías y silenciosas ocupan la algarabía de antaño. Es entones cuando nos parece ganar calma, ¿pero en verdad ganamos algo?

Según Aristóteles “El hombre es un ser Social por naturaleza”, sentencia en la que constata la necesidad del hombre de su prójimo para sobrevivir.

Sin duda, la soledad no suele ser un estado agradable para nadie, mucho menos cuando esta se alarga por años o incluso décadas. El sentimiento de exclusión, de no formar parte de ningún grupo o vecindario, también es uno de los sentimientos más destructivos y desoladores que nos pueden atacar. Y es que, las muestras de afecto nos son tan necesarias como alimentarnos o beber cada día, en ocasiones incluso prioritarias a las necesidades físicas.

Abandonar tu pueblo natal para trasladarte a un lugar nuevo donde te sientes fuera de lugar, al menos al principio, tampoco resulta nada fácil. Tras el periodo de adaptación y cuando de vez en cuando se regresa a su lugar de origen, nos encontramos con la situación de que ya no se siente uno miembro de nuestra localidad, aquella donde te criaste, creciste y viviste rodeada de conocidos, mucho afecto y amistades. Es entonces, en ese oscilar entre lo nuevo y lo viejo que nace el verdadero limbo, un lugar donde la incomodidad y la tristeza te hacen presa fácil.

Emigración, pérdida de identidad y raíces

El tema se agrava mucho más cuando se habla de huir de su propio país para navegar en condiciones pésimas, sin rumbo fijo más que seguir el destino que los vientos y las corrientes marinas, se encaprichen en marcar.

Es entonces cuando el hombre conoce la verdadera desolación, cuando se siente perdido y excluido de toda la raza humana.

En esas circunstancias y a lo largo de la Historia han vivido muchísimas personas, grupos y colectivos dispares. Hoy en día, un ejemplo claro de esta marginación es la población siria, que ni siquiera pueden llamarse refugiados pues la mayoría de ellos se quedan en simples emigrantes y eso con mucha suerte, aquellos que llegan con vida tras su agónica travesía. Como ellos, otros pueblos africanos realizan la misma acción de arriesgarse a una muerte más que probable por perseguir un sueño, un trabajo con el que sacar a sus familias de la pobreza más absoluta.

Pero lo verdaderamente triste y frustrante es sentir que no eres bien recibido en ningún país extranjero y que por desgracia para ellos, no pueden regresar al suyo.

¿Es pues el limbo un lugar imaginario que la Santa Madre Iglesia establece en algún punto intermedio entre el cielo y el infierno? ¿O es quizás el mismo infierno etiquetado como lugar perdido, por el que deambulan millones de personas desesperadas?

Sin duda, que las tecnologías nos acercan pero también nos alejan, como energías contrarias y provocando nuestro propio aislamiento, es algo bastante evidente a simple vista. Lo mismo ocurre con nuestras emociones y sentimientos, ya que valores como la empatía y la humanidad parecen haber desaparecido por completo, obviándose de manera indolente la dramática situación que están viviendo millones de personas.