Corría el año 1979, cuando en Irán se desató una revolución que terminó con el último Sha de Persia, Mohammad Reza. La revolución la lideraba un clérigo chií llamado Jomeini. A diferencia de sus antecesores, promovía educar a la población iraní en el chiismo para poder derrocar al Sha impuesto por Estados Unidos, en vez de intentar derrocarlo por la fuerza. El Sha, incapaz de comprender que esta vez no luchaba contra un grupo de ideología opuesta, sino contra un grupo fundamentalista religioso, intentó parar violentamente al movimiento islámico.

Pero todo ello fue en vano, miles de personas estaban dispuestas a morir por Alá y convertirse en mártires. Finalmente, el Rey de reyes abandona la nación de Darío, cediendo su trono al islam chií que había intentado erradicar.

El nuevo gobierno lo presidiría el ayatolá Jomeini. Pronto empezaron las purgas, se profanaron tumbas y el islam chií se convirtió en ley para todo el país. Todos los ciudadanos debían guardar fe en Alá y seguir las directrices escritas en el Corán chií. Las mujeres fueron sometidas y desapareció cualquier resquicio de libertad. La población, enajenada, llegó incluso a asaltar la embajada de Estados Unidos y tomar como rehenes a 65 personas.

Apenas un año después, el 22 septiembre de 1980, Saddam Hussein, asustado por las intenciones del ayatolá Jomeini, que alentaba a los chiíes iraquíes para que se alzaran contra Saddam, decide invadir sin previo aviso el país vecino.

Fue el mayor error de Saddam. El líder iraquí olvidó que se enfrentaba a una población tres veces mayor que la iraquí y que estaba dispuesta a dar su vida; sólo necesitaban que Jomeini diera la orden. Los primeros combates sonrieron al ejército iraquí que avanzó sin resistencia, en gran parte, gracias al apoyo de Estados Unidos.

Pero los iraníes, lejos de amedrentarse, encontraron en la religión un motivo por el que luchar. El chiismo que promulga la fiesta popular del sacrificio, convierte en refugio de la resistencia la ciudad santa de Qom. Cuenta la leyenda que fue ahí donde los principales líderes religiosos forjaron la creación de lo que más adelante el ayatolá Jomeini denominó ‘’los basij’’.

Los basij estaban formados por hombres menores de 18 años y hombres mayores de 40. Sin embargo, las mujeres podían formar parte del grupo sin restricción de edad ya que se consideraba, que la vida de una mujer no valía lo mismo que la vida de un hombre. Su estrategia principal consistía en ataques suicidas en masa. Muchos de ellos, desprovistos de cualquier armamento, se lanzaban corriendo a los campos de minas iraquíes para poder sacrificarse por lo que consideraban algo más grande que su propia vida: Alá. Ni siquiera las armas químicas utilizadas por Saddam Hussein fueron capaces de detener a los basij. La guerra entre Irán e Iraq, terminó llevándose por delante a más de 1.000.000 de personas.

Ahora, en España tenemos a nuestros propios basij. A diferencia de los originales, estos no están dispuestos a dar su vida por Alá, pero sí por el poder. La ciudad santa no es Qom, sino Madrid, más concretamente La Moncloa y su religión el ‘’sanchismo’’. Su líder, Pedro Sánchez, está dispuesto a enviar a una muerte segura a cientos de correligionarios si ello le permite tomar el poder. No temen que el final sea la desaparición y la derrota total, ya que al igual que los basij, sus fieles muestran un fanatismo ciego que les hace creer que no hay mayor honor en vida, que convertirse en un mártir por intentar tomar el poder. Cualquier valor humano o ético desaparece, no importa si para conseguir el objetivo hay que unirse con terroristas, secesionistas o chavistas, todo sea por el gran líder, que al igual que Jomeini, regresó del exilio hace unos meses para completar la ‘’revolución sanchista’’ y coronarse como el líder supremo de ésta, según él, nación de naciones.