Blanco. Negro.

Y en medio, toda una amplia gama de grises perfectamente catalogados según el porcentaje del uno u otro que los componen hasta dar con el gris neutro, el gris 18%, el término medio. Dónde se supone se halla la virtud, la perfección. En el punto medio, quiero decir, no en el gris.

La derecha, la izquierda. Lo malo, lo bueno. Arriba, abajo. Lo que es correcto, lo que no. La verdad, la mentira. Blancos y negros.

Conceptos. Nombres.

Sustantivos comunes o adjetivos a los que hemos dotado de un poder superior, calificativo y juicioso que portamos envainados a nuestras espaldas, como si de espadas de Damocles se trataran cuando, en origen, lo único para lo que fueron creados dichos nombres fue para proporcionarle al universo cierto orden, forma y sentido.

Son solo palabras, de acuerdo, pero palabras que consiguen centrarnos en el lugar preciso en el momento exacto, que nos sitúan en el mundo y le dan sentido a nuestras vidas. Palabras que nos alejan de ese tan temido, confuso y desconocido caos del que, por naturaleza y contra ella, luchamos día a día.

Y es que cómo pequeños humanos viviendo sus pequeñas vidas en la vorágine que supone el Universo, vistos desde de la distancia que el asunto merece, no podríamos clasificarnos más que como elementos caóticos que rechazan su propia esencia, buscadores constantes de ese “algo más” por vías rectilíneas, que si no son imposibles, sí resultan extrañas desde una perspectiva puramente matemática.

La teoría del caos dicta que hasta las más nimias variaciones dentro de la condición inicial de ciertos tipos de sistemas dinámicos, pueden implicar grandes diferencias en el comportamiento futuro de los mismos, imposibilitando, por tanto, una predicción a largo plazo.

Quizá todo esto te suene a chino, pero seguramente la cosa cambie si te hablo de Edward Lorenz, quién mediante las investigaciones meteorológicas que llevó a cabo durante la II Guerra mundial, hizo resurgir esta teoría, popularizándola como lo que hoy todo conocemos como el efecto mariposa.

"El aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo.”

Proverbio chino

Simplificando, un sistema estable tendería, a lo largo del tiempo, hacia un punto u órbita —según su dimensión—, mientras que un sistema inestable, simplemente se escaparía de los atractores, tendiendo hacia nada o hacia la nada.

En cambio, un sistema caótico, manifestaría, de forma arbitraria, los dos comportamientos.

El sistema se vería atraído por un tractor hacia el que tendería de forma natural, cómo su compañero, el sistema estable pero, a su vez, existirían fuerzas que tirarían de él y lo alejarían continuamente de su objetivo, confinando a nuestro caótico amigo a una zona de su espacio-estado sin atender a un tractor fijo. Errático hasta el fin.

Gracias a su naturaleza arbitraria, los sistemas caóticos, evolucionan de una forma totalmente distinta al resto, y también, si se me permite, asombrosa. Son sistemas caóticos conocidos el Sistema Solar, las placas tectónicas terrestres o los crecimientos de población, lo que nos devuelve de nuevo al ser humano como un sistema dinámico y caótico en sí mismo.

La paradoja de la matemática caótica es, que la mayoría de aplicaciones de la teoría del caos están en la ciencia y la tecnología que tú y yo, caóticos como todos, caóticos como ninguno, utilizamos día a día para hacer de nuestras vidas un edén de orden, sencillez y tranquilidad.

Cada vez son más las prácticas que se realizan a través de ella y que adquieren resultados concretos en campos tan diversos como la meteorología que he mencionado antes, la física cuántica, las ciencias sociales o la arquitectura, poniendo como ejemplo al Jardín Botánico de Barcelona, de Carlos Ferrater, como muestra yacente de gran belleza fractal, caótica y perfecta a su vez.

Tanto es así, que ya no podemos considerar a la teoría del caos como tal, sino como un paradigma con postulados, parámetros y estadísticas inferenciales que trabajan con modelos aleatorios.