La metáfora con la que cuenta el autor parece clara, dentro, fuera de la ballena, el ser vivo dentro del espacio latente del mar. El barco mercante es un organismo vivo, es un pequeño continente donde habitan una serie de extraños personajes humanos que cumplen con la vital misión de hacer funcionar las arterias del animal. La nave como metáfora de un sistema planetario, de un sistema vivo que ha cambiado la faz de la tierra, un ser transformador que ha dejado de ser simplemente un transporte de carga. No es la primera vez, ni será la última en el Cine, que un barco sirve como símbolo de todo un mundo.

El desaparecido cineasta norteamericano Peter Hutton, ya señalaba la intensa relación cinematográfica que el mar había tenido sobre él. Mercante de profesión como lo fue su padre, explicaba en una interesante entrevista para el Documenta Madrid, allí por el 2011 desde la azotea del Reina Sofía (edificio Nouvel), cómo las horas en alta mar, habían educado su mirada de tal manera que lo repetitivo, el horizonte bello pero tenaz en el paso de las horas, podía llegar a ser un manto de infinitos detalles con el tiempo como máximo maestro de ceremonias. Así nos lo hacía sentir en At the sea (2007), ese maravilloso film repleto de cuadros hiperreales. Harce no se detiene tanto en la línea del mar, más bien se adentra en la criatura metálica, algo pequeño en la inmensidad, pero un mundo enorme dentro de su cascaron.

El barco por tanto es el espacio de experimentación donde lo que es, ya no es, un ejercicio de la mirada y la imagen, al igual que en el cine de Hutton, hiperreal y poética.

De lo hiperreal a lo surreal

El autor busca la imagen en cada rincón de este lugar, un afán por la pintura, donde el cuadro está dotada de un profundo valor simbólico.

Pero es un ser orgánico con sonidos propios, no los que nosotros, humanos, intentamos superponer con nuestro cotidiano ajetreo. El barco de nacionalidad filipina Fair lady, tiene una tripulación de algo más de 20 personas (un conjunto de retratos colocados en la pared de uno de los camarotes, así lo testifica). Ese grupo de “curris”, tomando la imagen de aquella venerada serie de Jim Henson Fragel Rock, son parte del decorado por más que el cineasta les haya querido dar un espacio de identidad en el curioso bar-caraoke, donde pasan sus horas de asueto.

Da igual, es el metal, la sala de máquinas, ese motor gigantesco de la embarcación, o las bodegas, espacios tan contundentes, formas tan identitarias, que los humanos solo podemos estar allí como meras moléculas en medio de la inmensidad del ser.

Nosotros somos corpúsculos, no cuerpos humanos, y la hiperrealidad se aprecia como forma lírica. Todo aparece como una relación desequilibrada con el tamaño humano. Ese efecto también ocurría en el cine de Petter Hutton, una tónica de extrañeza, que facilitaba un cambio de lo hiperreal a lo surreal en la imagen de esas formas. Así nos va alumbrando el film, también con los sonidos, donde las voces humanas no son importantes, es más importante la atmósfera o los ruidos de los intestinos del animal que nos ponen en alerta que el ser es un barco.

Este fenómeno nos hace referencia a otro film Leviathan de Lucien Castaing-Taylor & Véréna Paravel, 2012. Donde la voz humana era devorada por los ruidos de la criatura. En esa ocasión el barco dejaba de ser un simple barco par convertirse en un exterminador. Pero si realmente el film quería adentrarse en la pintura, es recalco, Hutton y el Fata Morgana de Herzog (1971) el que, este último en pequeños detalles del horizonte surreal, asoma por sus rendijas. Harce busca la pintura en diferentes planos, un juego como él mimo señaló en Días de cine, que respondía “a una admiración por Turner...” pero es imposible no volver a detalles surgidos del horizonte, que son al fin de cuentas los momentos donde la criatura no es intramuros, son momentos de respiro donde lo surreal vuelve a lo real, o más bien a nuestra extraña belleza terráquea.