Las tardes del viernes te reconfortan según las cimas conquistadas por la película a visitar, pero este no fue el caso. El final del día me reconfortó pero por otras motivaciones mucho más terrenales. A primera vista contar con Paul Schrader en el guión de un film siempre ha sido una buena nueva, de su cabeza han surgido Taxi Driver, Toro Salvaje, La última tentación de Cristo, o American Gigolo también como realizador. Un grupo de películas con una tónica existencial marcada por la soledad y la deriva hacia la propia autodestrucción. El valor de esos films y sus personajes, en manos de Scorsese, han dotado al Cine de brillantes caracteres y momentos.

Las credenciales por tanto podrían dibujar un horizonte de buenas vibraciones frente a Dog eat dog, donde Schrader retomaba la dirección que con cierto buen pulso mantuvo con The Canyons, al menos en comparación con este último film.

Perros salvajes (Dog eat dog) es la adaptación de la novela homónima de Edward Bunker (personaje con una vida sin igual, redimido en la segunda parte de su existencia, y rostro inolvidable como el señor Azul en Reservoir Dogs). La solución final de tres sicarios amorales que pretenden solventar sus vidas con un último golpe. Tras el fracaso cantado de sus propósitos, comienza el viaje hacia la destrucción, un reguero de sangre, cocaína y prostitución hacia la destrucción final.

El film dibuja una variante curiosa del psicokiller, el psicopata zumbado-desastre, un ser con un dibujo mental aniquilador y de igual forma histriónico. En las antípodas, desde luego, de cualquier atisbo de redención, el film tiene una huida hacia adelante, hacia la destrucción total, incluso del propio film. Quizás el propio Schrader se estaba dando cuenta que la cosa no estaba andando bien –leo la crónica de Sensacine de mi buen Gerard Cassau y confirma las sospechas, el film se quedó a la mitad...

Gracias Gerard-. Las fórmulas efectistas de las alucinaciones del alcohol y las drogas, apoyadas en el juegos de cámara y el montaje, ya estaban desvelando las prisas por acabar. Una sensación de mezcla errática entre Fear and Loathing in Las Vegas y Requiem for a dream y la violencia heredada de Goodfellas.

Schrader, el autor del libro El estilo trascendental en el cine (el cine de Ozu, Dreyer y Bresson), una lectura siempre recomendable, no consigue con esta bobina elevarnos a los alteres de la mística, aunque el ocaso del film y los sucesivos golpes de efecto nos arrinconen –tampoco es cuestión de contar el final- a un espacio de imágenes viradas que llenan la pantalla de sones clericales (música diegética), bajo al intención del acto sacramental.

Bien es cierto, si miras los reflejos que tal luz proyectada genera en las paredes de la sala, podríamos sentirnos, exprimiendo la imaginación, sentirnos dentro de una aventura fílmica del mismísimo Jose Valde lo Mar.