Una patrulla policial detiene una noche a un coche que le resulta sospechoso, y en su maletero descubre varios cerdos muertos. Los rusos que van en el interior del vehículo, sabedores de que para ellos no es precisamente positivo que la Policía los inspeccione, no ponen buena cara, pero ésta les cambia cuando un nuevo dato viene a sumarse a la extraña situación: en la boca de uno de los cerdos encuentran parte de un dedo humano. A partir de entonces la investigación se complica y los asesinatos en serie empiezan, por lo que los agentes encargados del caso no tendrán ni un segundo de respiro.

Así despega El sueño del depredador, segunda novela de Óscar Bribián, primera que escribe de género negro, que tras ese comienzo alcanza alturas de vuelo especialmente elevadas, introduciendo elementos muy perturbadores que hacen que su lectura sea muy recomendable, pero no para todos los públicos. A partir de una mezcla entre policíaco, poesía y terror consigue, acercándose a títulos tan legendarios como Seven o ¿Quién puede matar a un niño?, crear su propio universo, turbio y sórdido como piden este tipo de narraciones.

Unos agentes con una vida familiar bastante resquebrajada por su trabajo y por un pasado que no les resulta agradable recordar, protagonizan una novela que, de ser llevada al cine con rigor, sería un éxito rotundo.

Pero para ello habría que respetar un ambiente y unos personajes secundarios que debido a sus características, darían para más de una charla controvertida. Y es que Ismael, el niño al que todos odian en el texto, no es precisamente un chiquillo que se haga querer y su presencia en la trama, sin ser excesiva, marca a los que se cruzan en su camino, con la fuerza de quien se sabe imprescindible, pero le da igual serlo.

El sueño del depredador crece a medida que su lectura avanza, y se va haciendo más intensa según vamos pasando las páginas y nos adentramos en un caso que, si bien nunca tiene los visos de ser fácil de resolver, en ciertos momentos parece que conseguirlo será una quimera. Y es que Bribián tiene el talento de desconcertar con dos tramas que, por muy curtido que el lector esté en novela negra, no resultan sencillas de asociar, lo cual no deja de ser sino un punto a favor de un autor que afirma que no será esta su última novela asociada al policíaco. Y los adictos a él, claro, se lo tenemos que agradecer.