Tim Burton es uno de esos directores a los que es complicado encontrarle detractores, pertenece a ese grupo de intocables en el que se han acomodado Woody Allen, Quentin Tarantino o Clint Eastwood, ya que prácticamente todo lo que hacen es bienvenido y cualquier crítica, por constructiva que sea, no se recibe bien entre sus admiradores. Por supuesto que todos ellos cuentan con excelentes películas, pero da la impresión de que ya, por el hecho de firmarlas, tienen asegurado el aprobado con nota y Tim Burton nos ha reglado joyas indiscutibles que hoy tienen, casi como entonces, la consideración de clásicos: Sleepy Hollow, Ed Wood o Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet.

Es el momento de presentarle su nueva criatura al público y estrena Big eyes, para asombro de muchos y decepción de otros tantos. Se trata de la historia real de la pintora Margaret Keane, auténtica creadora de los famosos cuadros con niños cuyos ojos poseen un tamaño desmesurado, quien ve su fortuna crecer pero su estatus de celebridad desaparecer cuando se casa con Walter Keane y este decide vender su obra por ella. Burton retrata de este modo no solo a un matrimonio resquebrajado por la mentira sino a una sociedad, la norteamericana de los años 50, que durante mucho tiempo creyó una farsa que hoy, echando la vista atrás, nos parece perfectamente comprensible.

Puede que a priori no sea un relato muy burtoniano, pero ese lado oscuro de la América, esa prisión en que se va convirtiendo la vida de Margaret, esas ensoñaciones en las que ve a personas, a ella misma incluida, con los enormes ojos que dibuja, son cien por cien el imaginario del director.

Pese a todo, la cinta no acaba de despegar por dos razones a cual más importantes: por un lado el histrionismo de Christoph Waltz, cuya interpretación comienza siendo muy correcta pero desvaría a medida que se desvela la verdadera personalidad de Walter. Uno llega a preguntarse si Waltz es capaz de brillar en otro registro que no sea el de la pompa y la gracieta, que es en el que más lo hemos visto y en el que parece estar especializándose.

Por otro lado, Big eyes flaquea en su narrativa, tan plana, en la que los acontecimientos ocurren sin ningún énfasis. Más que ocurrir, se suceden, van pasando uno detrás de otro sin que ninguno suponga un gran momento cinematográfico para la película, no hay un clímax definido, y eso lastra el conjunto e impide que Burton logre la gran obra que pretende.

Solo gracias a esa actriz inconmensurable que es Amy Adams, quien pese a todo está por debajo de lo que se espera de ella, y a la maravillosa partitura de Danny Elfman, que recorre con maestría los fotogramas de la película, podemos disfrutar un poco más de una obra que en el futuro será considerada de las menores de su director.