¿Cuántas islas marinas tiene España? No es una pregunta de los libros de texto de geografía escolar al uso, pero sería muy instructivo que la incluyeran. Una posible respuesta es que España tiene muchas islas en el océano. Más de las que la mayoría imagina y menos de las que pudo agenciarse en toda su dilatada historia. Más de cien. La Península Ibérica puede contemplar a casi todas sus ínsulas desde sus costas. Porque la mayor parte de estos pedazos de roca litorales son poco más que islotes a tiro de piedra del continente, la mayoría deshabitados, lo cual es una suerte pues atesoran increíbles entornos biológicos, especies y subespecies endémicas, pecios en sus fondos, castillos derruidos otrora asaltados por los corsarios, grutas, y faros: innumerables vigías marinos.

Hay un archipiélago excepcional, sin embargo, que no se columbra ni desde las Columbretes, digo desde España, digo desde la Península Ibérica: son las islas conocidas desde la antigüedad como Afortunadas; también se las conoció (los árabes costeros del pasado y quien sabe si del presente) como Elbard, para el que las buscaba con los ojos, a menudo con la imaginación entre la calima que arrastra el harmatán, desde la vecina ribera del continente oscuro, África; a casi 100 km al oeste vigila el faro de la Entallada, en Fuerteventura.

Lo saben hoy quizá también los africanos que se embarcan en pateras y cayucos poniendo proa a la que fuera aquella superisla única de hace casi 20.000 años, Mahan, la mayor de las islas Canarias "prehistóricas".

Hoy, tras subir la marea durante muchos siglos de deshielo, Mahan parece haberse multiplicado, resultando en islas algo más breves, Lanzarote y Fuerteventura, Lobos y los islotes del Archipiélago Chinijo, que incluyen a La Graciosa, la octava isla con permiso de Venezuela. Están las islas Elbard (Canarias) orientales todas deambulando inexorables sobre la misma plataforma continental.

Bien mirado, en realidad siguen siendo una sola, que emerge (o se sumerge, según se mire) por partes. No saben los migrantes que se suben a la precaria embarcación que pueden ir a dar con sus huesos, tan lejos como a una cala negra de la Isla del Meridiano (no el de Soria, claro), Eceró, o El Hierro (por favor, con el artículo).

O a las arenas de La Tejita en la isla de Achineche (para los guanches, la isla del Teide), o Tenerife (así se cree llamaban a la isla más alta del Atlántico los palmeros o ahuaritas de Benahoare, La Palma, de nuevo con artículo, no se confunda con la capital de la mayor de las Baleares). También se conocen como Islas Canarias, o familiarmente "las Canarias", como suelen decir los peninsulares, algunos de los cuales, es curioso, no conciben, en un primer instante, que España alcance tan al sur. Hasta que dejan de razonar en términos continentales y se acuerdan de sus efímeras vacaciones en un resort del sur de Gran Canaria.

Pero otras ínsulas hubo más al meridión de dos océanos, Atlántico y Pacífico, que pudieron ser (hispanas), que de hecho lo fueron, y que, al poco, dejaron de serlo (Desastre del 98).

Filipinas, y algunas de las micronésicas cedidas en el XIX, que hoy se llaman Kapingamarangi, Rongerik, Nukuoro, Ulithi, Mapia, entre otras. Unas cuantas, en fin, que nunca han sido definitivamente españolas, ni de nadie en particular salvo de los pescadores que allí perviven.

Aunque quedan algunas que hay quien cree que debieran pertenecer a este país, cosa discutible, insisto. La característica dualidad de percepciones cuando hay intereses de dos países operando sobre el tablero geoestratégico. No falta quien pretenda para la corona islas como las de la Antártida, sobre las que España mantiene un ojo anhelante o dos, por si alguien, algún conquistador enajenado, quizá, da la luz verde para tomar al asalto el último continente casi deshabitado y repartírselo como el queso en porciones de una merienda de chiquillos.